martes, agosto 31, 2004

El pedro ladrón

Rafael no veía nada claro el hecho de que una persona se pudiera quitar y poner los dientes cuando quisiera: había visto muchas veces la dentadura de la abuela Matilde en un vaso con agua y, aunque aceptaba el extraño fenómeno, no lo acababa de comprender...


Por eso, aquel día vio saltar por la valla del jardín un perro que llevaba en la boca lo que a él le pareció una dentadura, y no pudo por menos gritar:

—¡Antonina, Antonina! ¡Un perro se lleva los dientes de la abuela!

La Antonina, asustada, dejó precipitadamente la labor que tenía entre manos y salió, zumbando, detrás del perro ladrón.

Cuando lo alcanzó, la Antonina respiró tranquila: lo que el chucho llevaba en la boca no era más que los restos de una cajilla de cordero.

Rafael es un gran observador; parece que está en la higuera, y sin embargo, se da cuenta de todo. En esto ha salido a su madre.

Rafael, aunque gran observador, a veces se pasa. Es lo que le sucedió con el perro ladrón. A Dios gracias, la abuela Matilde podrá seguir comiendo, con sus dientes de quita y pon, durante muchos años.

lunes, agosto 30, 2004

Bengalas Salomónicas

Mientras tanto, yo seguía estudiando el Libro de la Bruja. De esta forma pude saber que existía una magia fácil de hacer y que, además, nos podía proporcionar sorpresas bien agradables.

Primero encendimos la chimenea y esperamos hasta que la leña se hizo ascuas. Después, y siguiendo las instrucciones del libro, os sentasteis todos delante de la chimenea. El tío Álvaro lo hizo en el tresillo, y la tía Marilena y la Antonina, como debían tener miedo, se pusieron cerca de la puerta.

La tía Matilde preparaba, mientras tanto, la máquina de fotografías para sacar alguna fotografía de magia.

Yo preparé unas bengalas en forma salomónica (enrollándolas por su parte de metal), y entonces vino lo más emocionante... ¿os acodáis?: apagamos la luz, eché las bengalas salomónicas al fuego y, cuando éstas se apagaron, de la chimenea salió un gran fogonazo que iluminó toda la habitación.

Encendimos la luz para ver si la magia había salido bien; al principio no vimos ninguna sorpresa, pero enseguida vimos que la mesa se había llenado, como por encantamiento, de cantidad de regalos. Allí había cuentos, flautas, serpentinas, piruletas, bigotes... y no sé cuántas cosas más.

La bruja del Barranco se había portado bien con nosotros una vez más; incluso con Juan y Miguel que decían que no creían en ella.

domingo, agosto 29, 2004

Los paseos del tío Álvaro

Muchos días, hacia las once de la mañana, de la casa de al lado salía un bocinazo: “¡Marilena; nos vamos de paseo!”; después, aparecía el tío Álvaro por la puerta: la barriga recogida, el pecho saliente y aspecto de ir a dar la vuelta al mundo.

Los niños se arremolinaban alrededor del nuevo Hamelín, y el paseo comenzaba. Normalmente el paseo consistía en ir al Cucurucho y volver. La tía Marilena unas veces iba y, otras, no; todo dependía de lo que tuviera que hacer por casa.

El tío Álvaro cogía con una mano al más pequeño del grupo, y con la otra balanceaba su inseparable bastón, marcando el compás del paso que debía mantener el grupo.

La tía Marilena aprovechaba cada árbol, casa planta o cada flor, para traspasar a los niños parte de sus conocimientos.

A la hora de comer —hacia las dos—, estaban de regreso. La relativa tranquilidad que Rosa (Madrina) había disfrutado, se acababa.

El tío Álvaro hacía una descripción técnica y minuciosa del paseo. La tía Marilena añadía, a la descripción, unas gotas de poesía; y los niños, traían siempre alguna cosa que enseñar: Rodrigo traía un saltamontes; Rafael, flores para mamá y la Antonina; Diego extraía de sus bolsillos las cosas más inusitadas; y Javier, con su media lengua, decía: “¡Mira, un fusil!”, mientras te enseñaba una piedra que era, para él, el más perfecto amonite.

sábado, agosto 28, 2004

El escondite de las Armas Matamoros

La poesía o poema, decía así:

De norte a sur, van las grullas,
cansadas ya de volar,
y al pasar por El Rasillo,
en el haya, pararán.

El haya es grande y vieja,
y dentro de ella están,
las armas de los cristianos,
con que a los moros matar.

No vayas a “La Genzana”
“La Pilita” : déjala;
del “Collado” hacia “La Toma”,
es donde el árbol está.

La fuente “Los Estudiantes”,
también, te lo indicará.

Cuando yo era pequeño, recuerdo oírle contar a la abuela Pepa —vuestra bisabuela—, que hace más de mil años hubo en los montes de El Rasillo una guerra entre moros y cristianos. Una vez que hubieron ganado la guerra, los cristianos cogieron las armas y las escondieron para que nadie hiciese, en adelante, mal uso de ellas.

Cuando leí el Libro de la Bruja, pensé que las armas de que hablaba la abuela Pepa y las que mencionaba el libro, podían ser las mismas. Entonces, ateniéndome a lo que decía la poesía, hice un plano y calculé dónde estaba, más o menos, el Escondite de las Armas Matamoros.

Todos los que vinisteis en aquella expedición os acordáis perfectamente de lo que pasó. Para los que no estuvieron es por lo que, ahora, lo relato:

“A las dos semanas de encontrar el Tesoro de la Bruja, salimos de El Rasillo (también un domingo por la tarde), en busca de las Armas Matamoros. Dejamos los coches en “El Collado” (“del Collado hacia la Toma, es dónde el árbol está”) y, siguiendo las instrucciones del libro, dejamos a nuestra izquierda el camino que sube a la Genzana, así, como la senda que va a la Pilita (“no vayas a la Genzana, la Pilita: déjala”). Nos encaminamos por una vereda, flanqueada por pinos, hacia la fuente de Estudiantes (“la fuente los Estudiantes, también, te lo indicará”).

Con el plano en la mano, todo parecía fácil, pero sobre el terreno, la cosa se empezó a complicar: tuvimos que pasar por una alambrada; abrir camino entre unos matorrales; bajar por la falda del monte, que estaba más resbaladiza que la nieve; y, después de caernos más de cien veces, llegamos al hayedo. En el hayedo había miles y miles de hayas: ¿en cuál estaría el escondite de las Armas Matamoros?

Continuamos bajando por el monte, mirando en las hayas que nos salían al paso, por ver de encontrar el escondite. Cuando ya llevábamos más de una hora, nos encontramos con un grupo de hayas secas, que tenían el tronco muy grande y parecían estar huecas.

La tía Matilde se fijó en una que estaba cubierta con ramas secas y espinos; al quitar las ramas y los espinos, apareció un agujero en lo alto del tronco. Subí en brazos a Rodrigo hasta el agujero, para que mirase, a ver si había algo; pero no vio nada. Cuando ya nos íbamos a ir a mirar en otro árbol, Rafael se empeñó en volver a mirar dentro del tronco. Lo subí, al igual que a Rodrigo, y...

—¡Un saco; hay un saco dentro del tronco! —gritó, emocionado, Rafael.

Efectivamente, dentro del tronco había un saco: todos lo pudimos ver. Después, yo metí el brazo por el agujero, y saqué al exterior el saco que contenía las Armas Matamoros.

Como estaba anocheciendo, cargamos con el saco, y por el camino que va de “La Toma” a “El Collado”, emprendimos el regreso al pueblo. Una vez en El Rasillo, hicimos el recuento de las armas y vimos que había: tres espadas, dos puñales curvos, un puñal recto y un hacha medieval. Repartimos el botín entre los expedicionarios y aún nos llegó para darles a Juan y a Miguel (que tampoco habían venido esta vez) una daga y el hacha.

Luego, todos felices y contentos, fuimos a enseñárselas a los abuelos y a los tíos. Parecía que íbamos a la guerra. En el pueblo, aquella noche, todo el mundo hablaba de que habíamos encontrado el Escondite de Las Armas Matamoros.

viernes, agosto 27, 2004

El libro de la Bruja

El padre de Álex —el tío José—, sabe una barbaridad de cosas. Seguramente, será el que más sepa de todo Logroño. Para llegar a saber tanto, el tío José, ha tenido que pasarse muchísimas horas leyendo.

El tío José, siempre que pasa por una librería y ve un libro que le interesa, entra, se lo compra y, en un periquete, se lo ha leído. Así se explica que, el tío José, tenga una biblioteca estupenda; seguramente que los libros se le deben salir por las ventanas de su casa.

Bueno, pues ni entre todos los libros del tío José, había visto yo nunca alguno que se pareciese al que encontramos en el Tesoro de la Bruja. Este libro es antiquísimo y, el tiempo, a su paso, se ha ido comiendo parte de las hojas.

La noche siguiente a la del día en que encontramos el Tesoro, y cuando Rafael y Javier estaban ya dormidos, me quedé estudiando el libro, al lado de la chimenea de casa.

Por lo menos estuve cuatro horas estudiándolo, pues el libro estaba escrito de una manera muy misteriosa y era difícil saber lo que quería decir. Al cabo de este tiempo y, cuando ya los troncos de la chimenea se habían quemado del todo, logré componer, con frases que aparecían en el libro, una especie de extraño poema, poesía o lo que fuera.

jueves, agosto 26, 2004

Yo soy muy grande

—¡Y, yo...! ¡Yo, también, quiero ir! —decía Javier, indignado, al vernos hacer los preparativos para ir en busca del Tesoro de la Bruja.

—Tú no puedes venir porque eres un pequeñajo y te vas a cansar —le contestaban sus primos.

—¡No! ¡Yo soy muy grande! —replicaba Javier, mientras se subía en una silla para que no quedase duda alguna de la veracidad de su afirmación.

Al final, le dejamos venir en la expedición y, Javier, con una cuerda enrollada a la cintura (siempre es conveniente llevar una cuerda en estas expediciones), cruzó Las Talayas, atravesó el Barranco de Las Brujas, llegó a la tenada de Achóndite, no se asustó al ver la víbora, buscó el tesoro y regresó a El Rasillo tan campante. Javier aguantó como un buen soldado.

miércoles, agosto 25, 2004

Aparece el tesoro del tío Rafael

Al tío Rafael —cuando vivía—, le gustaba mucho bajar los domingos a Logroño. Después de comer se iba al Café Maravillas a jugar al dominó con sus amigos. El tío Rafael, mientras jugaba la partida, se fumaba un puro habano que olía a gloria.

El tío Rafael también fumaba puros habanos cuando iba al frontón Beti-Jay a ver jugar a Barberito I (él le llamaba Barbero), o cuando iba a la plaza de toros a ver a Manolete (el mejor torero de todos los tiempos).

Cuando el tío Rafael se fue al Cielo, el Buen Dios le dio permiso para seguir fumando sus puros habanos. Los domingos, después de echarse la siesta, le decía a su madre (vuestra bisabuela Pepa, que también está en el Cielo):

—Madre, me voy a tomar mi cafetito y mi copa, y a fumarme un puro, a la tenada de Achóndite.

Su madre le contestaba siempre con las mismas palabras:

—Sí, Rafael, vete, pero no tardes en volver; pues ya sabes, que por esos montes, en cuanto anochece, hace mucho frío.

El tío Rafael se montaba en una nube de algodón y, poco a poco, iba avanzando por el cielo hasta llegar encima de la tenada. Se tomaba su café y su copa y, después, se fumaba un puro habano, mirando aquellos montes que tanto quería.

Aquel domingo de agosto, estaba el tío Rafael tumbado en su nube fumándose su acostumbrado puro, cuando vio venir, a lo lejos, y por el camino que va desde la carretera de las Vaquerizas a la tenada de Achóndite, a un grupo de gente. Se sentó entre los algodones de la nube y miró con más detenimiento...

—¡Caramba! —exclamó el tío Rafael— ¡pero si es mi sobrino! ¡Cuánto hace que no le veía!, y ¿quiénes serán los demás?

El tío Rafael le dio unas palmadas a la nube para indicarle que se acercase al grupo de gente.

—¡Vaya, vaya! —se dijo el tío Rafael— ¡quién iba a esperar ver por aquí a Matilde, Maite, Ana, Rodrigo, Jaime, Rafael, Diego y Javier!

El tío Rafael, aunque nunca los había visto, adivinó quienes eran, pues había oído hablar mucho de ellos a sus amigos los ángeles. Como estaba muy intrigado de qué es lo que podía hacer su familia por aquellos montes, le dio otra palmadita a la nube para que se acercase más, y poder, así, enterarse del motivo de la expedición.

Al llegar a un pino muy alto que hay en el Barranco de las Brujas, le dijo a la nube que parase, y se puso a escuchar...

—¡Así que están buscando el Tesoro de la Bruja! ¡Qué ingenuos! —-pensó el tío Rafael— ¡Con la de veces que yo lo he buscado! ¡En fin, veamos si tienen más suerte que yo! –-y se puso a observar...

Al llegar a la esplanada de la tenada de Achóndite, todos los que íbamos en la expedición, nos sentamos a descansar un poco; hacía un calor asfixiante. Después, cada uno por un lado, empezamos a levantar piedras y a cavar. Allí no aparecía ningún tesoro...

—¡Una culebra! –-gritó Rodrigo, después de levantar una piedra. Todos nos acercamos con cuidado a verla.

—Sí que es una culebra y, además, víbora –-se dijo el tío Rafael alargando el cuello desde la nube—. Sobrino, ten cuidado y no dejes que se acerquen los niños, pues ya sabes que las víboras son venenosas.

En ese momento la culebra, asustada de ver tanta gente a su alrededor, empezó a deslizarse entre la hierba con mucha rapidez. Matilde y Maite salieron corriendo cuesta abajo como alma que lleva el diablo.

—¡Bien hecho, sobrino! —exclamó el tío Rafael cuando vio que de un machetazo había cortado la cabeza a la víbora— ¡A Dios gracias, aún sabes distinguir una víbora de un lución!

Continuamos buscando el tesoro, pero no aparecía nada y nuestras esperanzas iban disminuyendo.

—¡Por aquí!, ¡por aquí debe estar el tesoro! —gritó Jaime al ver aparecer un camino entre las zarzas...

El tío Rafael, que se estaba quedando dormido en su nube, dio un salto y volvió a estirar el cuello para observar. Me vio a mi quitando unas losas, luego unas tejas y cuando me oyó gritar:

“¡Aquí hay un cajón que debe ser el Tesoro!”; el tío Rafael se dijo: “También es mala pata, en el único sitio que yo no había mirado...”

Pusimos el cajón en medio de la esplanada y después de abrirlo, con la ayuda de una azada, pudimos ver que estaba repleto de collares, anillos, monedas, caballitos de mar, caracolas...etc. Había también un libro muy viejo que parecía comido por los ratones y unas gafas que debían ser de la bruja. En una cajita de metal aparecieron unos polvos que usan las brujas para hacer magia.

Aunque en un principio pensamos repartir allí las cosas, luego lo pensamos mejor y decidimos hacer el reparto en El Rasillo, no fuera a aparecer la bruja y nos quedásemos sin nada.

Cerramos de nuevo el cajón, lo metimos en el morral y emprendimos el regreso por el mismo camino que habíamos traído.

El tío Rafael nos vio marchar con mucha tristeza, pues nos quiere mucho. Echó una mirada por el recodo del camino y, al ver que ya habíamos desaparecido, le dio otras palmaditas a la nube y ésta se fue elevando, hasta perderse por detrás del pico gris y rosa de San Lorenzo. Según se alejaba, el tío Rafael iba pensando: “¡Qué contenta se va a poner madre cuando le cuente todo lo que he visto!”.

Una vez en El Rasillo, repartimos el tesoro entre los que habíamos ido a la expedición. A Miguel —que no había creído en la existencia del tesoro— le dimos, de todas formas, un saco lleno de monedas. Yo me quedé con el viejo libro y, al ojearlo, vi que hablaba de cosas muy interesantes y de misteriosas magias.

martes, agosto 24, 2004

El tío Rafael y la Bruja

Cuando encontramos el Tesoro de la Bruja del Barranco, todos nos pusimos muy contentos. Para que nosotros llegásemos a encontrarlo habían tenido que pasar muchos años; seguramente más de mil años. También, habrían pasado muchas cosas. Lo que ahora os voy a contar es lo que yo sabía de la existencia del Tesoro.

El tío Rafael era hermano de vuestra abuela Pepa y vivía solo en El Rasillo. El tío Rafael criaba ovejas, cabras, vacas, gallinas y otros animales. También sembraba trigo, cebada, avena, patatas...etc. Pero lo que más le gustaba era cazar. Era muy buen cazador, y había matado, él solo, más jabalís que todos los demás cazadores del pueblo juntos.

El tío Rafael hace ya más de veinticinco años que murió. Un día, estando ya muy malito, me dijo:

-Mira, sobrino; he estado ordenando mis papeles y, entre ellos, he encontrado este plano que me dio, hace años, una bruja en el barranco de Achóndite. En el plano se dice que existe un tesoro. Yo, aunque he buscado muchas veces, no lo he podido encontrar. A ver si tú tienes más suerte. Luego, me dio el plano que todos conocéis y me contó como había llegado a sus manos. Más o menos, esto fue lo que me relató:

“Una tarde de invierno fui a cazar al monte de las Vaquerizas. Estaba siguiendo la huella de una manada de jabalís cuando comenzó a nevar muy fuerte: los copos de nieve eran casi tan grandes como platos. Como la nieve no dejaba ver nada, me metí en la cueva de Cerraúco esperando que escampase. Por lo menos estuvo nevando durante tres horas, y, cuando salí de la cueva, era ya casi de noche y la nieve me llegaba a las rodillas.

“Al darme cuenta de que si no me daba prisa me podía perder en el monte, emprendí el regreso a El Rasillo a toda velocidad. Los zatorros me arañaban la cara; me tropezaba con las piedras, cubiertas por la nieve, y, como tenía que ir rompiendo todo el rato la nieve, las piernas y los muslos me empezaron a doler.

“Al cabo de dos horas de andar –-era ya completamente de noche—, me di cuenta de que me había perdido. Estaba tan cansado que los latidos de mi corazón parecían el galope de un caballo: no podía casi respirar. Para tratar de reponerme un poco, quité la nieve que había debajo de un pino grande, y me senté en el suelo, apoyando la espalda contra el tronco; luego entorné los ojos.

“No sé si me quedé dormido, pero al volver a abrir los ojos, vi, a unos cien metros de donde yo estaba, la luz que salía por la puerta, abierta, de una casa muy chiquita. Me levanté, y, a trompicones me acerqué a la casa.

“Me asomé a la puerta con mucho cuidado y ¿sabéis lo que vi? Pues vi a una viejecita vestida de negro, que estaba dando vueltas a unos pucheros que tenía en la lumbre.

-Pasa y siéntate al lado del fuego. ¡Estás helado! –-dijo la viejecita sin volverse a mirarme y siguió dando vueltas al guiso que debía estar preparando.

Me acerqué, bastante asustado, pues no podía entender cómo sabía que yo estaba allí. Al ver su dulce cara y su mirada cariñosa, me tranquilicé un poco. Luego, me senté al lado del fuego.

-Como supongo que tendrás mucha hambre ––me dijo—, te vas a comer unas migas con torreznos y, luego, un buen plato de caldereta.

-Pues..., muchas gracias –-le contesté—. Lo cierto es que tengo tanta hambre como cansancio.

La viejecita llenó un plato de migas y me lo dio (eran unas migas riquísimas..., casi tan ricas como las que hace la Antonina). Luego se levantó y, mientras iba a un rincón de la casa donde había un jarro de barro, dijo:

-Supongo que un buen vaso de vino no te sentará nada mal.

-No, señora –-le contesté—; un vaso, o dos, de vino me sentarán muy requetebién. Mi madre (que es muy sabia), siempre dice que con las migas hay que beber vino tinto.

-Ya, ya... ––dijo la viejuca sonriendo—; verdaderamente, tu madre es muy sabia.

“Después, mientras me acercaba un plato de caldereta, me preguntó:

-Y con la caldereta, ¿qué dice tu madre que hay que beber con la caldereta?

-Pues, dice que también vino tinto –-le contesté, mientras me bebía otro vaso de un trago.

Repetí varias veces de migas y caldereta, y le conté lo que me había pasado...

-Si no llego a encontrarla a Ud., seguro que esta noche me hubiera muerto— le dije agradecido.

-¡¡ Oh, no !! –-me contestó—. Yo ya sabía lo que te iba a pasar esta noche. Estaba esperándote.

—¿Qué Ud. sabía lo que me iba a pasar? ¿Cómo podía saber que me iba a perder esta noche en el monte? ¿Es adivina, acaso?

—Algo parecido —dijo sonriéndose—; la gente dice que soy una bruja.

—¡Una bruja! —grité al mismo tiempo que me levantaba asustado.

Luego, al volver a encontrarme con su cariñosa mirada, le dije:

—Pues será Ud. una bruja diferente. Vaya, que será una bruja buena —afirmé, totalmente convencido.

—Brujas malas, sólo hay tres o cuatro y están muy lejos de aquí. Lo que pasa es que la gente habla por hablar —me contestó.

“Luego, empezó a contarme cosas de las brujas. Me habló de las reuniones que tenían en Peñaloscintos (ellas les llamaban “aquelarres”). Me dijo que ella se dedicaba, fundamentalmente, a ayudar a las personas que estaban en peligro por los montes. Me contó, también, que cerca de donde estábamos había un tesoro, y que ella tenía el plano...

—¿Quieres verlo? —me preguntó, mientras que de entre los pliegues de su mantón sacaba un papel doblado.

—Bueno —le contesté sin demasiado interés, pues los ojos se me cerraban de sueño.

Cogí el papel y, al desdoblarlo, vi que era una especie de plano hecho con carbón.

“Me debí quedar dormido... Cuando abrí los ojos, vi, desde mi cama y a través de la ventana, los nevados tejados de El Rasillo.

—He debido tener un sueño —dije, para mí—. Lástima que no haya sido verdad, pues era una bruja bien simpática.

“Pero, al levantarme, vi que lo que parecía haber sido un sueño, era una realidad. ¡El plano, que la viejecita había sacado de su mantón, estaba encima de la mesilla!.

“Muchas veces he ido a las Vaquerizas, pero nunca encontré rastro ni de la casita ni de la bruja ni del tesoro.

Esto fue lo que me contó el tío Rafael. Yo dejé el plano en un baúl que hay en casa de la abuela Pepa, y, hasta finales de junio, en que fui a buscar un libro, no lo había vuelto a ver. Pensé, entonces, que no se perdía nada por intentar buscar el Tesoro de la Bruja del Barranco; y, mira por dónde, resulta que, después de mil años de estar escondido, lo hemos encontrado nosotros.

lunes, agosto 23, 2004

Los Cinco Mosqueteros de El Rasillo - Agosto de 1979

Cuando estaba acabando de escribir estos recuerdos de Agosto de 1979, apareció en el morral del tío Rafael la siguiente carta:

“Mis queridos mosqueteros ( Rodrigo, Jaime, Rafael, Diego y Javier ): Si alguna vez, cuando seáis mayores, os encontráis tristes o aburridos, no olvidéis que, siempre, existe un tesoro por buscar.
LA BRUJA DEL BARRANCO
CUENTA LAS AVENTURAS
RAFAEL MONTOYA SÁENZ
Y
HA HECHO LOS DIBUJOS
RAFAEL MONTOYA ADARRAGA