sábado, agosto 28, 2004

El escondite de las Armas Matamoros

La poesía o poema, decía así:

De norte a sur, van las grullas,
cansadas ya de volar,
y al pasar por El Rasillo,
en el haya, pararán.

El haya es grande y vieja,
y dentro de ella están,
las armas de los cristianos,
con que a los moros matar.

No vayas a “La Genzana”
“La Pilita” : déjala;
del “Collado” hacia “La Toma”,
es donde el árbol está.

La fuente “Los Estudiantes”,
también, te lo indicará.

Cuando yo era pequeño, recuerdo oírle contar a la abuela Pepa —vuestra bisabuela—, que hace más de mil años hubo en los montes de El Rasillo una guerra entre moros y cristianos. Una vez que hubieron ganado la guerra, los cristianos cogieron las armas y las escondieron para que nadie hiciese, en adelante, mal uso de ellas.

Cuando leí el Libro de la Bruja, pensé que las armas de que hablaba la abuela Pepa y las que mencionaba el libro, podían ser las mismas. Entonces, ateniéndome a lo que decía la poesía, hice un plano y calculé dónde estaba, más o menos, el Escondite de las Armas Matamoros.

Todos los que vinisteis en aquella expedición os acordáis perfectamente de lo que pasó. Para los que no estuvieron es por lo que, ahora, lo relato:

“A las dos semanas de encontrar el Tesoro de la Bruja, salimos de El Rasillo (también un domingo por la tarde), en busca de las Armas Matamoros. Dejamos los coches en “El Collado” (“del Collado hacia la Toma, es dónde el árbol está”) y, siguiendo las instrucciones del libro, dejamos a nuestra izquierda el camino que sube a la Genzana, así, como la senda que va a la Pilita (“no vayas a la Genzana, la Pilita: déjala”). Nos encaminamos por una vereda, flanqueada por pinos, hacia la fuente de Estudiantes (“la fuente los Estudiantes, también, te lo indicará”).

Con el plano en la mano, todo parecía fácil, pero sobre el terreno, la cosa se empezó a complicar: tuvimos que pasar por una alambrada; abrir camino entre unos matorrales; bajar por la falda del monte, que estaba más resbaladiza que la nieve; y, después de caernos más de cien veces, llegamos al hayedo. En el hayedo había miles y miles de hayas: ¿en cuál estaría el escondite de las Armas Matamoros?

Continuamos bajando por el monte, mirando en las hayas que nos salían al paso, por ver de encontrar el escondite. Cuando ya llevábamos más de una hora, nos encontramos con un grupo de hayas secas, que tenían el tronco muy grande y parecían estar huecas.

La tía Matilde se fijó en una que estaba cubierta con ramas secas y espinos; al quitar las ramas y los espinos, apareció un agujero en lo alto del tronco. Subí en brazos a Rodrigo hasta el agujero, para que mirase, a ver si había algo; pero no vio nada. Cuando ya nos íbamos a ir a mirar en otro árbol, Rafael se empeñó en volver a mirar dentro del tronco. Lo subí, al igual que a Rodrigo, y...

—¡Un saco; hay un saco dentro del tronco! —gritó, emocionado, Rafael.

Efectivamente, dentro del tronco había un saco: todos lo pudimos ver. Después, yo metí el brazo por el agujero, y saqué al exterior el saco que contenía las Armas Matamoros.

Como estaba anocheciendo, cargamos con el saco, y por el camino que va de “La Toma” a “El Collado”, emprendimos el regreso al pueblo. Una vez en El Rasillo, hicimos el recuento de las armas y vimos que había: tres espadas, dos puñales curvos, un puñal recto y un hacha medieval. Repartimos el botín entre los expedicionarios y aún nos llegó para darles a Juan y a Miguel (que tampoco habían venido esta vez) una daga y el hacha.

Luego, todos felices y contentos, fuimos a enseñárselas a los abuelos y a los tíos. Parecía que íbamos a la guerra. En el pueblo, aquella noche, todo el mundo hablaba de que habíamos encontrado el Escondite de Las Armas Matamoros.

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