martes, agosto 24, 2004

El tío Rafael y la Bruja

Cuando encontramos el Tesoro de la Bruja del Barranco, todos nos pusimos muy contentos. Para que nosotros llegásemos a encontrarlo habían tenido que pasar muchos años; seguramente más de mil años. También, habrían pasado muchas cosas. Lo que ahora os voy a contar es lo que yo sabía de la existencia del Tesoro.

El tío Rafael era hermano de vuestra abuela Pepa y vivía solo en El Rasillo. El tío Rafael criaba ovejas, cabras, vacas, gallinas y otros animales. También sembraba trigo, cebada, avena, patatas...etc. Pero lo que más le gustaba era cazar. Era muy buen cazador, y había matado, él solo, más jabalís que todos los demás cazadores del pueblo juntos.

El tío Rafael hace ya más de veinticinco años que murió. Un día, estando ya muy malito, me dijo:

-Mira, sobrino; he estado ordenando mis papeles y, entre ellos, he encontrado este plano que me dio, hace años, una bruja en el barranco de Achóndite. En el plano se dice que existe un tesoro. Yo, aunque he buscado muchas veces, no lo he podido encontrar. A ver si tú tienes más suerte. Luego, me dio el plano que todos conocéis y me contó como había llegado a sus manos. Más o menos, esto fue lo que me relató:

“Una tarde de invierno fui a cazar al monte de las Vaquerizas. Estaba siguiendo la huella de una manada de jabalís cuando comenzó a nevar muy fuerte: los copos de nieve eran casi tan grandes como platos. Como la nieve no dejaba ver nada, me metí en la cueva de Cerraúco esperando que escampase. Por lo menos estuvo nevando durante tres horas, y, cuando salí de la cueva, era ya casi de noche y la nieve me llegaba a las rodillas.

“Al darme cuenta de que si no me daba prisa me podía perder en el monte, emprendí el regreso a El Rasillo a toda velocidad. Los zatorros me arañaban la cara; me tropezaba con las piedras, cubiertas por la nieve, y, como tenía que ir rompiendo todo el rato la nieve, las piernas y los muslos me empezaron a doler.

“Al cabo de dos horas de andar –-era ya completamente de noche—, me di cuenta de que me había perdido. Estaba tan cansado que los latidos de mi corazón parecían el galope de un caballo: no podía casi respirar. Para tratar de reponerme un poco, quité la nieve que había debajo de un pino grande, y me senté en el suelo, apoyando la espalda contra el tronco; luego entorné los ojos.

“No sé si me quedé dormido, pero al volver a abrir los ojos, vi, a unos cien metros de donde yo estaba, la luz que salía por la puerta, abierta, de una casa muy chiquita. Me levanté, y, a trompicones me acerqué a la casa.

“Me asomé a la puerta con mucho cuidado y ¿sabéis lo que vi? Pues vi a una viejecita vestida de negro, que estaba dando vueltas a unos pucheros que tenía en la lumbre.

-Pasa y siéntate al lado del fuego. ¡Estás helado! –-dijo la viejecita sin volverse a mirarme y siguió dando vueltas al guiso que debía estar preparando.

Me acerqué, bastante asustado, pues no podía entender cómo sabía que yo estaba allí. Al ver su dulce cara y su mirada cariñosa, me tranquilicé un poco. Luego, me senté al lado del fuego.

-Como supongo que tendrás mucha hambre ––me dijo—, te vas a comer unas migas con torreznos y, luego, un buen plato de caldereta.

-Pues..., muchas gracias –-le contesté—. Lo cierto es que tengo tanta hambre como cansancio.

La viejecita llenó un plato de migas y me lo dio (eran unas migas riquísimas..., casi tan ricas como las que hace la Antonina). Luego se levantó y, mientras iba a un rincón de la casa donde había un jarro de barro, dijo:

-Supongo que un buen vaso de vino no te sentará nada mal.

-No, señora –-le contesté—; un vaso, o dos, de vino me sentarán muy requetebién. Mi madre (que es muy sabia), siempre dice que con las migas hay que beber vino tinto.

-Ya, ya... ––dijo la viejuca sonriendo—; verdaderamente, tu madre es muy sabia.

“Después, mientras me acercaba un plato de caldereta, me preguntó:

-Y con la caldereta, ¿qué dice tu madre que hay que beber con la caldereta?

-Pues, dice que también vino tinto –-le contesté, mientras me bebía otro vaso de un trago.

Repetí varias veces de migas y caldereta, y le conté lo que me había pasado...

-Si no llego a encontrarla a Ud., seguro que esta noche me hubiera muerto— le dije agradecido.

-¡¡ Oh, no !! –-me contestó—. Yo ya sabía lo que te iba a pasar esta noche. Estaba esperándote.

—¿Qué Ud. sabía lo que me iba a pasar? ¿Cómo podía saber que me iba a perder esta noche en el monte? ¿Es adivina, acaso?

—Algo parecido —dijo sonriéndose—; la gente dice que soy una bruja.

—¡Una bruja! —grité al mismo tiempo que me levantaba asustado.

Luego, al volver a encontrarme con su cariñosa mirada, le dije:

—Pues será Ud. una bruja diferente. Vaya, que será una bruja buena —afirmé, totalmente convencido.

—Brujas malas, sólo hay tres o cuatro y están muy lejos de aquí. Lo que pasa es que la gente habla por hablar —me contestó.

“Luego, empezó a contarme cosas de las brujas. Me habló de las reuniones que tenían en Peñaloscintos (ellas les llamaban “aquelarres”). Me dijo que ella se dedicaba, fundamentalmente, a ayudar a las personas que estaban en peligro por los montes. Me contó, también, que cerca de donde estábamos había un tesoro, y que ella tenía el plano...

—¿Quieres verlo? —me preguntó, mientras que de entre los pliegues de su mantón sacaba un papel doblado.

—Bueno —le contesté sin demasiado interés, pues los ojos se me cerraban de sueño.

Cogí el papel y, al desdoblarlo, vi que era una especie de plano hecho con carbón.

“Me debí quedar dormido... Cuando abrí los ojos, vi, desde mi cama y a través de la ventana, los nevados tejados de El Rasillo.

—He debido tener un sueño —dije, para mí—. Lástima que no haya sido verdad, pues era una bruja bien simpática.

“Pero, al levantarme, vi que lo que parecía haber sido un sueño, era una realidad. ¡El plano, que la viejecita había sacado de su mantón, estaba encima de la mesilla!.

“Muchas veces he ido a las Vaquerizas, pero nunca encontré rastro ni de la casita ni de la bruja ni del tesoro.

Esto fue lo que me contó el tío Rafael. Yo dejé el plano en un baúl que hay en casa de la abuela Pepa, y, hasta finales de junio, en que fui a buscar un libro, no lo había vuelto a ver. Pensé, entonces, que no se perdía nada por intentar buscar el Tesoro de la Bruja del Barranco; y, mira por dónde, resulta que, después de mil años de estar escondido, lo hemos encontrado nosotros.

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