domingo, agosto 29, 2004

Los paseos del tío Álvaro

Muchos días, hacia las once de la mañana, de la casa de al lado salía un bocinazo: “¡Marilena; nos vamos de paseo!”; después, aparecía el tío Álvaro por la puerta: la barriga recogida, el pecho saliente y aspecto de ir a dar la vuelta al mundo.

Los niños se arremolinaban alrededor del nuevo Hamelín, y el paseo comenzaba. Normalmente el paseo consistía en ir al Cucurucho y volver. La tía Marilena unas veces iba y, otras, no; todo dependía de lo que tuviera que hacer por casa.

El tío Álvaro cogía con una mano al más pequeño del grupo, y con la otra balanceaba su inseparable bastón, marcando el compás del paso que debía mantener el grupo.

La tía Marilena aprovechaba cada árbol, casa planta o cada flor, para traspasar a los niños parte de sus conocimientos.

A la hora de comer —hacia las dos—, estaban de regreso. La relativa tranquilidad que Rosa (Madrina) había disfrutado, se acababa.

El tío Álvaro hacía una descripción técnica y minuciosa del paseo. La tía Marilena añadía, a la descripción, unas gotas de poesía; y los niños, traían siempre alguna cosa que enseñar: Rodrigo traía un saltamontes; Rafael, flores para mamá y la Antonina; Diego extraía de sus bolsillos las cosas más inusitadas; y Javier, con su media lengua, decía: “¡Mira, un fusil!”, mientras te enseñaba una piedra que era, para él, el más perfecto amonite.

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