Los niños se arremolinaban alrededor del nuevo Hamelín, y el paseo comenzaba. Normalmente el paseo consistía en ir al Cucurucho y volver. La tía Marilena unas veces iba y, otras, no; todo dependía de lo que tuviera que hacer por casa.
El tío Álvaro cogía con una mano al más pequeño del grupo, y con la otra balanceaba su inseparable bastón, marcando el compás del paso que debía mantener el grupo.

A la hora de comer —hacia las dos—, estaban de regreso. La relativa tranquilidad que Rosa (Madrina) había disfrutado, se acababa.
El tío Álvaro hacía una descripción técnica y minuciosa del paseo. La tía Marilena añadía, a la descripción, unas gotas de poesía; y los niños, traían siempre alguna cosa que enseñar: Rodrigo traía un saltamontes; Rafael, flores para mamá y la Antonina; Diego extraía de sus bolsillos las cosas más inusitadas; y Javier, con su media lengua, decía: “¡Mira, un fusil!”, mientras te enseñaba una piedra que era, para él, el más perfecto amonite.
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